martes, 27 de mayo de 2014

Animation et propagande. Les dessins animés pendant la Seconde Guerre mondiale


Roffat, S. (2005): Animation et propagande. Les dessins animés pendant la Seconde Guerre mondiale. Editions L'Harmattan, Paris.

sábado, 24 de mayo de 2014

Tardi busca la guerra en los detalles

  Se ha impuesto como la gran referencia para entender lo que ocurrió en las trincheras de la I Guerra Mundial. No es un historiador, ni un autor de documentales, ni un novelista. Se trata de Jacques Tardi (Valence, 1946), un dibujante de tebeos que, desde su casa del este de París, a unas zancadas del cementerio de Père-Lachaise, ha logrado recrear como nadie el horror y el absurdo del conflicto a través de historias de poilus —"peludos", el nombre que recibían los soldados franceses, que podría traducirse como "machotes"—. El último Festival del cómic de Angulema le dedicó una exposición y acaba de inaugurarse otra muestra en París en la que pueden verse las planchas originales de Puta guerra (2014), su obra magna sobre el conflicto junto a La guerra de las trincheras (1993), ambas editadas por Norma, que ha publicado la mayor parte de su obra. El 1 de enero de 2013 se enteró de que había recibido la máxima condecoración que otorga el Estado francés, la Legión de Honor. Dentro de una antigua tradición de la que participan grandes santones como Jean-Paul Sartre, Albert Camus o Simone de Beauvoir —Jacques Prévert dijo: "Rechazar la Legión de Honor está muy bien, pero es mejor no haberla merecido"—, declinó la medalla y se ha negado a participar en la conmemoración del centenario del principio del conflicto, el acontecimiento del año en Francia, pese a que recibió el encargo de elaborar un fresco.


En un reciente viaje a Madrid, el dibujante estadounidense Joe Sacco, que acaba de publicar un original panorama de la batalla del Somme, aseguraba que nadie había trabajado como él ese tema. "Unánimemente saludados por los historiadores por la precisión y el rigor de su testimonio, sus álbumes son una referencia", señalaba el catálogo de la exposición de Angulema, titulada Tardi y la Gran Guerra. "Este trabajo de auténtico archivero se centra en la vida cotidiana de los soldados y el horror de la realidad de las trincheras", agrega el texto del catálogo. Junto a su esposa, la cantante Dominique Grange, ha montado un espectáculo que mezcla la música con la presentación de imágenes y la lectura de textos con el que viajará por Canadá, Alemania y Reino Unido.
Lo que rechazaban los fusilados era combatir en las circunstancias en las que estaban, a las órdenes de oficiales inútiles
"Cada detalle es muy importante porque los objetos nos cuentan la guerra", asegura en su estudio y vivienda, una antigua fábrica con amplios espacios llenos hasta los topes de libros, objetos, archivos, colecciones de fotografías, películas, documentales. Hasta tiene un poilu —un maniquí, se entiende— perfectamente uniformado, con casco y fusil. Su cuidado del detalle es obsesivo, y junto a su colaborador, el investigador Jean-Pierre Verney, con el que cofirma Puta guerra, han hecho avanzar la comprensión de lo que ocurrió en el Frente Occidental entre 1914-1918 y de los sufrimientos que padecieron los soldados. "Muy poca gente sabe que en el equipo que se entregaba a los uniformados franceses al principio de la guerra no había calcetines. No es difícil imaginar lo que unas botas de cuero duro nuevas hacían con sus pies en pleno verano. No entraron en el uniforme reglamentario hasta 1915. Es criminal", explicaba Tardi en París el jueves de la semana pasada, un día después de la inauguración de su exposición en la sede del Partido Comunista Francés, un icónico edificio de Oscar Niemeyer.

Tardi lleva 40 años trabajando sobre el tema, desde que, hace 40 años, le ofreció una historieta a Goscinny para la revista Pilote que el creador de Astérix y Obélix le rechazó. "Hablar entonces de esta guerra era como poner en duda a los veteranos que habíamos visto cada año el 11 de noviembre", explica este dibujante de barba y pelo blancos, fumador empedernido, con una merecida fama de huraño, aunque, rodeado de sus objetos y sus gatos, en su lugar de trabajo, se muestra abierto y casi encantador. Nunca ha dejado de dibujar sobre la Gran Guerra, pero, dado que son episodios cortos e independientes, lo alterna con sus series más famosas, como Adèle Blanc-Sec o la adaptación de las novelas negras de Léo Malet protagonizadas por Nestor Bruma.

"Hay que verificarlo todo; si no, no se puede dibujar, y en eso es esencial Verney. Primero tengo que decir que no es historiador y a los historiadores oficiales no les gusta que sea citado como historiador. Es documentalista, un tipo que desde niño recorría los campos de batalla. Empezó a coleccionar cosas. Y desde la salida de La guerra de las trincheras, se puso en contacto conmigo para decirme que había detalles que estaban mal y que podía ayudarme. Me hablaba de una colección con mucho material. Al principio tuve bastantes recelos porque imaginaba a un loco de las armas, pero me pudo la curiosidad. No caí sobre un obseso de las armas, sino sobre alguien que abordaba la guerra como yo", explica Tardi, quien vuelve a insistir sobre la importancia que concede a cada detalle. "Los pantalones rojos de los uniformes franceses al principio de la guerra nos cuentan una historia: enviábamos a esos jóvenes al frente con un color que se veía perfectamente. Teníamos un ejército con el que queríamos ganar una guerra, pero no empezamos muy bien que se diga. Hay que denunciar todo esto y por eso hay que estudiar los objetos. Si se mira, por ejemplo, el equipo para comer, se descubre que es mucho peor que el de los alemanes. Otro objeto importante era el limpiaculos, una pala de madera que utilizaban los soldados porque, naturalmente, no había papel en las trincheras".

"Si tengo una secuencia con una ametralladora, Verney la trae y la ponemos sobre la mesa. Mucho mejor que una fotografía. Pero no se para ahí, porque hay que saber cómo funcionaba, cómo se sujetaba, que hacía falta agua para enfriarla, dónde tenía las municiones. Entonces me trae el manual de mantenimiento", señala antes de lanzar una nueva diatriba a favor del trabajo de documentación a cuenta de Senderos de gloria. "Estoy de acuerdo con el fondo, claro, pero la película está llena de errores: las trincheras no eran así, son demasiado anchas. El castillo donde se celebra el consejo de guerra es de estilo barroco bávaro porque el filme está rodado en Alemania. Y los fusiles son rusos. Me dicen que son cosas de las que solo me doy cuenta yo, pero son importantes. No veo en qué la documentación sería mala para la película".

Su obra y su conversación son una mina de información sobre el conflicto. "Empezaron durante aquella guerra los bombardeos contra civiles, gracias a los zepelines, pero también a la artillería", explica antes de dibujar una de las armas alemanas más potentes: un cañón gigantesco que 100 hombres operaban sobre raíles. Disparaban contra objetivos situados a 100 kilómetros y el proyectil casi entraba en órbita. "Llegaron a alcanzar l'Île de la Cité", señala. Los planos fueron destruidos y nunca se encontraron, como tampoco aparecieron restos del cañón. Un ingeniero canadiense llegó a reconstruirlos. "Pero apareció muerto en un hotel de Oriente Próximo. Una de las hipótesis es que fue asesinado por el Mosad porque pretendía vender los planos a Sadam Husein", señala.

La I Guerra Mundial es infinita, pero sobre todo es infinito el dolor que causó uno de los momentos más absurdos y sangrientos de la historia de la humanidad. Al final de La guerra de las trincheras recuerda las cifras: 35 países contendientes, 10 millones de muertos, 70 millones de combatientes. "¿Cuántos heridos? ¿Cuántas viudas? ¿Cuántos huérfanos?". Entre las tumbas de Edith Piaf, Yves Montand o Jim Morrison del Père-Lachaise, siempre con flores y mensajes, el visitante se encuentra con un pequeño mausoleo, mucho más discreto, en el que puede leerse: "Doctor Ponroy. Médico des gueules cassées", las "caras rotas", que Tardi ha dibujado con un realismo estremecedor en una serie de planchas de Puta guerra. Simbolizan los dos aspectos opuestos del progreso en la I Guerra Mundial: por un lado, nuevas armas, nuevos gases capaces de provocar más muertos, heridas más profundas y dolorosas (no hay que olvidar que el objetivo de un arma de guerra es herir más que matar, porque un muerto se deja atrás y un herido ralentiza un Ejército), y por otro lado, extraordinarios avances en la medicina (es algo que ocurre en todos los grandes conflictos), que permitieron salvar a muchos hombres que quedaron horriblemente desfigurados. Se calcula que volvieron a Francia entre 10.000 y 15.000 gueules cassées, que retrató el pintor alemán Otto Dix y que protagonizan la novela de Marc Dugain El pabellón de los oficiales (1998), llevada al cine por François Dupeyron. La lotería nacional francesa fue creada para tratar de ayudarles en 1933. "Representan el ejemplo máximo de los que no volvieron indemnes. No murieron, pero regresaron con un aspecto terrorífico. Los escondieron, sentíamos vergüenza de esa gente a la que, sin embargo, habíamos enviado al frente. En la mayoría de los casos, sus mujeres les abandonaron. Estaban en instituciones, muchos acabaron en la calle", explica Tardi.
Poca gente sabe que en el equipo que se entregaba a los uniformados franceses al principio de la guerra no había calcetines
Un asunto que estudia a fondo en su obra son los fusilados para dar ejemplo. Francia fue el país que más soldados envió al paredón por negarse a luchar ante el enemigo durante la Gran Guerra: 740, que todavía no han sido rehabilitados de forma colectiva. Con motivo del centenario, el historiador Antoine Prost recibió el encargo oficial de elaborar un informe sobre el asunto que presentó al Gobierno, y el Partido Comunista Francés tiene la intención de presentar en junio un proyecto de ley para que se apruebe una rehabilitación colectiva. La polémica en torno a los fusilados demuestra hasta qué punto la I Guerra Mundial sigue siendo un asunto abierto. "Entre los fusilados había muchos que se habían negado a combatir, acusados de amotinarse, aunque no es un término exacto. Creo que la palabra correcta es huelga porque no rechazaban combatir. Lo que rechazaban era combatir en las circunstancias en las que estaban, a las órdenes de oficiales inútiles".

Tardi relata en Puta guerra las rebeliones que estallaron tras la desastrosa ofensiva que planificó el general Nivelle conocida como la Batalla del Camino de las Damas (Kubrick se inspiró de este episodio en Senderos de gloria). "Nivelle era un incapaz y la única idea que se le ocurre es lanzar oleadas de ataques sin ningún resultado. Si uno va sobre el terreno, se constata que era imposible: los franceses tenían que subir una cuesta muy elevada, cuando tiraban granadas caían sobre ellos. Tenemos entonces a los soldados que se negaban a combatir, pero también se fusilaron asesinos, violadores, criminales. Lo que dice el Gobierno es que están dispuestos a rehabilitarlos, pero caso por caso. Pero los archivos han desaparecido".

Si llegó a la Gran Guerra por los relatos que le contó su abuela paterna sobre los sufrimientos de su abuelo en las trincheras, ahora está trabajando en la II Guerra Mundial para narrar la historia de su padre, militar francés y prisionero de guerra de los alemanes. Ya ha publicado el primer volumen, Yo, René Tardi, prisionero de guerra en Stalag IIB. "Es la misma guerra que ha continuado", asegura. "Por eso, si queremos comprender el mundo en el que vivimos, hay que entender la I Guerra Mundial". Cuando termina la conversación, Tardi se detiene ante la estantería para mostrar algunas joyas de su colección, como dos libros alemanes con fotos muy poco conocidas de la vida en las trincheras. Entonces surge una pregunta que se había quedado en la libreta: la influencia de Goya, sobre todo por la imagen de un cuerpo destrozado sobre un árbol que recuerda al empalado de los Desastres de la guerra. "Cualquiera que dibuje la guerra está influido por Goya. Pero la imagen a la que usted se refiere la tomé de una fotografía". La realidad imita al verdadero arte.

Puta guerra. Jacques Tardi / Verney. Norma Editorial. Barcelona, 2014. 144 páginas. 29,95 euros.
La guerra de las trincheras. Jacques Tardi. Traducción de Gabriel Roura y Enrique S. Abulí. Norma Editorial. Barcelona, 1993. 128 páginas. 18 euros.
Yo, René Tardi, prisionero de guerra en Stalag IIB.Norma Editorial.Barcelona 192 páginas. 24 euros.
Putain de guerre. Exposición en el Espace Niemeyer (2 Place du Colonel Fabien, 75019 París). Hasta el 28 de junio.

F:http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/22/babelia/1400759407_579791.html

La guerra de Dix

Ningún pintor se esforzó tanto como el alemán Otto Dix en mostrar el horror de la Primera Guerra Mundial. Durante décadas retrató los horrores que había visto durante su experiencia en las trincheras de Flandes. Todavía hoy sus grabados son una de las mejores denuncias de la imponente repulsión de la guerra.


Amanece. Un sol radiante anuncia un día hermoso. Quizá sea primavera o verano. No podemos saberlo porque la muerte ha parado el tiempo. El cañoneo ha convertido el campo en una desordenada sucesión de pequeñas elevaciones y hondonadas. Los árboles son estacas partidas con ramas de alambre de espino. Si uno se fija bien, puede distinguir el esqueleto blanquecino de un soldado en la tierra de nadie. En primer plano, dos soldados alemanes se mueven a cuatro patas para evitar ser vistos por un enemigo invisible. Colgadas de sus bocas, agarradas por sus dientes, llevan sendas bolsas para su posible desayuno. La mano del soldado que gatea casi toca la mano de un esqueleto que nace de la tierra. Son los restos de un soldado que quizá murió la primavera pasada y quedó sepultado en su trinchera. Su mano de huesos es más humana que la mano de los vivos, tan rotunda como una pezuña. Los dos hombres que gatean se han convertido en animales que luchan instintivamente por su supervivencia. Parece imposible creer que sólo unos meses antes podían haber manejado un pincel.

La mano cortada de Kirchner

En 1915, Ernst Ludwig Kirchner, uno de los fundadores del grupo expresionista El Puente, se autorretrata en su estudio con el uniforme de su regimiento de artillería. Con un cigarro tan apagado como sus ojos, Kirchner da la espalda a un lienzo abandonado y a una modelo desnuda. Es su mano cortada la que domina el cuadro. La herida está abierta, ningún muñón ha sustituido la mano segada. Su violenta mutilación es sólo simbólica. La guerra, que le ha convertido en un enfermo crónico, ha mutilado su espíritu. Kirchner volverá a pintar pero su arte nunca volverá a tener la fuerza de los años previos a la Gran Guerra.




Como muchos jóvenes alemanes, británicos y franceses, Kirchner se presentó voluntario en agosto de 1914 para combatir en una guerra que imaginaba breve y heroica y decisiva para el futuro de Europa, lo que en 1914 significaba el futuro del mundo. Aquella generación ingenua acabó sepultada en el barro de Flandes, sarcástico escenario de una guerra a la que el futurista Marinetti había definido como “la única higiene del mundo”. Otto Dix (1891 – 1969) fue uno de los artistas que partieron voluntarios a la guerra pero a diferencia de Kirchner encontró en ella un tema que le atraparía durante toda su vida y que reflejaría su evolución artística.
“La guerra –dijo Dix en una entrevista de 1961 – es algo embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa repulsiva, y pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a los hombres en ese estado voraginoso para saber algo sobre ellos”.

La trinchera, la explosión de un proyectil de artillería y la evolución de su rostro son los tres grandes temas de las pinturas que Dix realiza durante los años de la guerra. Los tres están presentes en Autorretrato como Marte (1915), una obra que también muestra la mezcla de estilos que confluyen en la pintura de Dix en estos años iniciales y decisivos. Dix se autorretrata como dios romano de la guerra, con un rostro de facciones duras, hecho a jirones, alrededor del cual gira el resto del cuadro: explosiones, edificios tumbados, cruces de tumbas excavadas al lado de las trincheras, un caballo aterrorizado que gira su cabeza, un peón de ajedrez y, entre ambos, el sol nocturno y efímero de una bengala.

Autorretrato como Marte es una pintura repleta de los sonidos de la guerra. El cuadro posee los colores agresivos de las pinturas expresionistas y las líneas con las que los futuristas querían reflejar una sucesión de imágenes cambiantes. Híbrido de ambas técnicas, este autorretrato de Dix transmite un mayor desasosiego que las pinturas futuristas bélicas, donde la guerra parece una atractiva aventura llena de riesgo y heroísmo. Los futuristas están más interesados en retratar máquinas veloces y hermosas que hombres enterrados en el fango. De forma inevitable, las trincheras vacías de Dix, se llenan de muertos.











En 1915, Dix pinta Soldado moribundo, un óleo sobre papel en el que retrata la agonía de un soldado que se deshace ante nuestros ojos. Y anticipa los cuadros de Francis Bacon: el rostro convertido en una mueca absurda, los ojos, aterrados y fuera de sus órbitas, y la sangre que mana de su boca como un río por el que escapa la vida de un hombre convertido en un trozo de carne. La pintura apela directamente a nuestro sistema nervioso, a través de unas pinceladas bruscas y repletas de pintura, una técnica muy alejada y opuesta a la refinada y mucho más compleja manera de pintar que Dix empleará en la década de los veinte. La distorsión de este rostro que se deshace ante nuestra mirada impotente contrasta también con la serenidad expresada con otras víctimas de la guerra retratadas en sus grabados. Una serenidad que, por la verdad que contiene, es igual o, incluso, más aterradora.

La guerra grabada



Murmullo de voces. Sonido de copas que se juntan en un brindis o chocan contra el mármol de la mesa. El caos inconfundible de los instrumentos que comienzan a afinarse. Redoble de tambor. Música. Joel Grey, sátiro maestro de ceremonias, comienza su canción de bienvenida al público del Kit Kat Club: “Bienvenidos extranjeros, es un placer, estoy encantado de verles. Sean bienvenidos al cabaret. Dejen sus problemas ahí fuera…” Y entre el público al que se dirige vemos a la periodista Sylvia von Harden, con su peinado masculino, su monóculo enorme y sus manos delgadas y enormes. Fuma un cigarro mientras escucha cómo una noche más Joel Grey crea un mundo ajeno a los problemas de la realidad, un territorio donde triunfa la diversión y el placer. La actriz posa tal y como Otto Dix retrató a la periodista en 1926. Bob Fosse comienza con este homenaje a Dix su maravillosa Cabaret.

La complicada década alemana de los años veinte, con una república de Weimar asediada por las draconianas exigencias externas de los vencedores y por las internas de los grupos extremistas de derecha e izquierda, encuentra en el triunvirato Max Beckmann – Otto Dix – George Grosz a sus grandes retratistas. Los tres jóvenes pintores, cada uno con un estilo personal y definido, retratan un mundo hipócrita y profundamente violento, donde el hombre se encuentra atrapado. En la inmediata postguerra, Dix sigue buscando su lenguaje personal. Abandona el estilo híbrido de la guerra y comienza su fase dadaísta. En 1920 Dix pinta sus dos obras principales de esta etapa: Jugadores de skat y Prager Strasse, dos denuncias de las terribles mutilaciones que habían sufrido muchos de los jóvenes que habían sobrevivido a la guerra y que tendrían que sobrevivir a la vida sin piernas, sin brazos, convertidos en pedazos de hombre, progresivamente olvidados y arrinconados. Un estilo cercano a la caricatura y la presencia de páginas de periódicos pegadas en los lienzos, como un tímido collage, son las notas más llamativas de una manera de pintar que Dix abandonó muy pronto y que recuerda a las obras de su compañero George Grosz. En 1923 Dix pinta Trinchera, una nueva aproximación al escenario de la guerra que desata una enorme polémica. Un año después, publica los cincuenta grabados de su obra La guerra. Su aparición coincide con la del foto-libro de Ernst Friedrich Guerra a la Guerra.
 












 Guerra a la Guerra se convirtió en un auténtico éxito de ventas, con varios millones de ejemplares vendidos. Sus 180 fotografías, realizadas por los propios soldados con sus cámaras portátiles, no muestran sólo el horror de la lucha en el frente sino la monstruosa e irreversible metamorfosis que muchos jóvenes sufrieron como consecuencia de las heridas recibidas. “Soldados espantosamente mutilados, a veces con tremendas oquedades en el rostro, en otras ocasiones con horrendas cicatrices y totalmente desfigurados después de las numerosas intervenciones quirúrgicas sufridas, pero todos ellos aún vivos – lo cual se percibe en su mirada – de forma inverosímil”.
Los grabados de La guerra de Dix surgen, por lo tanto, en un momento en el que la sociedad alemana vuelve su mirada a la Gran Guerra: desde una mirada pacifista, como la de Friedrich, o patriótica, como la de los foto-libros de Ernst Jünger. El pintor conocía la obra de Friedrich, pero aunque se basó en ella – y en otras recopilaciones fotográficas – para realizar sus grabados hay una importante diferencia entre ambas: Dix no quiere hacer propaganda antibelicista, quiere hacer arte, pretende conseguir que sus grabados puedan medirse con los Desastres de Goya. En los grabados de La guerra, Dix relega al escenario a un segundo plano para centrarse en su auténtica preocupación, el hombre. En muchos de los grabados, junto al dolor y el miedo, Dix casi logra reflejar el olor de la muerte.



Dix empleó las técnicas del aguafuerte y de la aguatinta, y utilizó el barniz de asfalto para corroer la plancha y mostrar así un mayor grado de destrucción. Esa descomposición que aparece en los rostros de muchos de los soldados muertos o moribundos retratados por Dix y que no nace de la voluntad del artista de deformar la realidad sino de retratarla lo más fielmente posible. También empleó la técnica de la punta seca para lograr una mayor perfección en los detalles. Todas estas técnicas están al servicio de un punto de vista que es el que caracteriza a los grabados de La guerra y convierte la obra gráfica de Dix en una mirada contemporánea. Frente al plano general de Callot y el plano medio de Goya, Dix elige un primer plano y sitúa al espectador se encuentra dentro del escenario, cara a cara con los sucesivos rostros de la guerra.


El punto de vista de Callot y de Goya es el del testigo civil que contempla las matanzas cometidas por los soldados; el de Dix, el del soldado que realiza o es víctima de estas masacres y se convierte al mismo tiempo en cronista de las mismas. La mayor parte de los grabados de Goya y Callot no muestran batallas sino saqueos o ejecuciones, donde las víctimas son sobre todo civiles. En los grabados de Dix también la lucha es sustituida por sus consecuencias, pero son los soldados los principales actores y el escenario de la guerra aparece reducido – con la excepción de tres grabados que reflejan un ataque aéreo a un pueblo, una casa destruida y una madre que llora ante su bebé asesinado – a un delirante y yermo campo de trincheras y cráteres.
Con los cincuenta grabados de La guerra, Dix crea un completo corpus de imágenes de la vida del soldado en el frente. Desde el paisaje desolador que contempla frente a su trinchera hasta los pequeños y oscuros refugios en el que pasa su tiempo de descanso. Vemos al soldado convertido en bestia, atacando con su máscara de gas; hundido en un cráter, con los ojos llenos de miedo; olvidado en una trinchera, convertido en un esqueleto uniformado. Y mutilado, transmutado en un monstruo. Trasplantado es uno de los grabados más aterradores de la serie, no por el muñón indescriptible en el que se ha convertido la mitad de la cabeza del pobre soldado, sino por la mirada de su único ojo, un ojo que no transmite espanto ni dolor, sino la lejanía interior de un muchacho convertido en monstruo para el que nuestra mirada aterrada es su espejo.

 

 Cadáver de un caballo, Otto Dix

El tríptico de La guerra

En 1927 Dix ingresa como profesor en la Academia de Arte de Dresde. Ese mismo año, nace Ursus, su primer hijo y un año después, Jan. Dix vive una de las mejores etapas de su vida: reconocimiento profesional y una feliz vida familiar con Martha y sus hijos. Fascinado por los viejos maestros alemanes – Baldung Grieg, Matthias Grünewald, Lucas Cranach y Alberto Durero – Dix persigue su ideal de retratar el mundo con la mayor objetividad posible a través de un estilo complejo y detallista, muy alejado de las pinceladas más bruscas y libres de su primera etapa. Adopta la técnica de la veladura, llena sus pinturas de colores luminosos y contrastados, atrapado por la perfección del detalle.
Es esta pasión por el detalle la que provocaba la náusea en el crítico Julius Meier-Graefe ante la visión de Trinchera (1920-23), una de las obras más malditas de Dix. Después de la crítica feroz de Meier, Trinchera participó en 1925 en una exposición itinerante organizada por la comisión Jamás otra guerra. Los nazis tomaron nota. En 1933 expulsaron a Dix de la Academia de Arte de Dresde y confiscaron parte de sus cuadros, que consideraban “degenerados” incluido Trinchera, que los nazis exhibieron en 1938 junto a Mutilados de guerra bajo el epígrafe Sabotaje pictórico al ejército alemán, antes de enviarlo a las llamas en 1939 en un paranoico acto de fe.
Mejor destino tuvo el tríptico La guerra (1929 – 1932). Para retratar la decadente totalidad de la ciudad, Dix había recurrido al formato del tríptico en 1928. Esta estructura visual le permitía mostrar en una misma obra escenas que transcurrían en distintos tiempos y escenarios, de ahí que Dix destacase la influencia que el Ulises de Joyce había tenido en la elección de este formato. “El cuadro – explicaba Dix en 1964 – lo hice diez años después de la Primera Guerra Mundial. Durante aquellos años me había preparado a fondo para convertir en arte las experiencias de la guerra (…) En aquel tiempo, por cierto, muchos libros propagaban sin problemas en la República de Weimar un concepto de héroe cuya reducción al absurdo tuvo lugar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La gente comenzaba a olvidar los sufrimientos que había acarreado la guerra. En esta situación surgió el tríptico”.

La guerra es una obra compleja, dominada sin duda por su panel central, que comparte la detallada crudeza de los grabados de Dix. Al contrario que en sus pinturas realizadas durante la guerra, Dix no quiere captar un momento, sino retratar el resultado final de la batalla. Nadie agoniza, todos están muertos. Nada se mueve y sólo la luz que ilumina la parte izquierda del cuadro – ¿el amanecer? – puede anunciar que el tiempo no está detenido. El cuadro reúne motivos de otras obras anteriores de Dix: el soldado que con su máscara antigás y su casco no parece un hombre, la mano inerte que se eleva hacia el cielo, el espeluznante cadáver colgado de forma inverosímil en una estaca…
El tríptico de La guerra sólo se exhibió en público en una ocasión, en la exposición que la Academia de las Artes de Prusia celebró en Berlín en el otoño de 1932. Unos meses más tarde, en marzo de 1933, Adolf Hitler conseguía su ansiado sueño de liderar los destinos de Alemania y finaliza el mejor período creativo y quizá también personal de la vida de Dix. “Hitler quería una ruptura total con las ideas derrotistas e izquierdistas de los años de Weimar; no quería una sola representación de la verdadera cara de la guerra”. En 1934 los nazis le prohiben exponer y confiscan 260 de sus obras. Dix se traslada con su familia a las orillas del lago Costanza. Allí sigue pintando, pero sólo obras que los nazis consideran inofensivas: paisajes melancólicos, retratos de encargo y cuadros de temática bíblica.

En este exilio interior, Dix pintará todavía un último cuadro sobre la guerra, Flandes (1936). Dedicado al escritor francés Henri Barbusse, la obra es una nueva incursión de Dix en el paisaje bélico. En primer plano, un soldado alemán parece descansar apoyado en el tronco partido de un árbol. A su lado, pegados a él, otros dos hombres intentan también descansar. Sus rostros muestran un cansancio enorme. Delante, entre ellos y el enemigo invisible, sólo hay un paisaje de destrucción. Al fondo una columna de humo se eleva de una pequeña ciudad y se funde con las nubes que ocultan la luna llena. Flandes no muestra la detallada brutalidad del panel central del tríptico de La guerra. El punto de vista del espectador es el mismo que en el grabado de los dos soldados que a cuatro patas se dirigen en busca de su comida. Pero hay dos grandes diferencias. El sol ha desaparecido y la actividad de estos dos hombres convertidos en bestias ha sido sustituida por un cansancio físico y moral, un agotamiento infinito.


Ruptura y regreso: Autorretrato como prisionero

En febrero de 1945, con los aliados occidentales a punto de cruzar el Rin y los soviéticos arrasando Prusia en su veloz camino hacia Berlín, Dix es reclutado para formar parte de un ejército hecho con niños, ancianos y un puñado de veteranos. Es todo lo que queda de los flamantes guerreros del III Reich, que sólo unos años antes se habían lanzado a la conquista del mundo. Los combates terminan un mes después y Dix es hecho prisionero. La suerte le sonríe y un oficial francés le reconoce. Vuelve a pintar, aunque no lo que quiere si no lo que le encargan. Para la capilla del campo de prisioneros realiza su tríptico Madonna ante alambre de espinos.
En los duros años de la postguerra, Dix pinta retratos de las mujeres y los niños de las tropas de ocupación, y cambia pequeñas acuarelas por alimentos. En estos años difíciles, liberado ya de la censura nazi, su técnica vuelve a experimentar un último gran cambio. Es el abandono definitivo de la compleja técnica de la veladura y el regreso a una pintura más libre y espontánea. Autorretrato como prisionero de guerra (1947) es una de las primeras obras que realiza con esta nueva técnica. “La pintura se ha vuelto más espontánea – escribe Dix – , el quisquilloso cuidado que había que poner constantemente en las veladuras, ha desaparecido (…) y los colores comienzan a formar “sonidos”.



Como ocurre con todos los grandes pintores, la técnica de Dix evolucionó con el paso de los años, y experimentó en momentos concretos auténticas revoluciones, lo que por sí sólo podría explicar la gran diferencia existente entre sus obras realizadas durante la guerra y los cuadros sobre la guerra pintados finalizada ésta. Pero es evidente también que la cercanía del acontecimiento condiciona el estilo. Si las pinturas realizadas durante la guerra son una liberación, una catarsis, el resultado de la explosión del horror interno que Dix alberga en su alma, su tríptico La Guerra (1929-32), Guerra de trincheras (1932) y Flandes (1936), nacen de una larga reflexión, del diálogo interior que el pintor ha mantenido durante casi veinte años con los fantasmas de su experiencia bélica.
¿Cómo representar el olor de la muerte, el sonido de un proyectil, el miedo del soldado que sabe que sus heridas son mortales, el agotamiento infinito del soldado? Dix lo intentó a través de dibujos realizados en el interior de las trincheras, dibujos de guerra nacidos en las pausas de los combates. Mientras todavía vestía uniforme, empleó el óleo para mostrar la intensa complejidad de la guerra, su movimiento, su luz, sus colores… colores que expresan sentimientos, sensaciones, ruidos. En la inmediata postguerra, cuando en las calles de las ciudades alemanas los mutilados de guerra mendigaban tirados en una esquina y los nazis comenzaban a recoger los primeros frutos del odio,Dix usó la técnica del grabado para profundizar en la degradación física que la guerra impone al hombre, para reflejar su metamorfosis en bestia instintiva o en un inocente Frankenstein cuyos único ojo siempre nos preguntará por qué.
A finales de los veinte, cuando realiza sus obras más reconocidas, crea su inmenso tríptico de La guerra, pintura nacida de la reflexión, del esfuerzo por plasmar en una sola obra el horror del enfrentamiento humano. Distintos medios y diferentes técnicas para enfrentarse durante décadas a un reto enorme, contar cómo fue la guerra que vivió. La obra de Dix es un fiel retrato de ésta, pero posee también una validez universal: no es sólo el relato visual de la I Guerra Mundial, es el retrato de un acto monstruosamente humano.


 Joaquín Armada
F:http://unfollowmagazine.com/2013/01/la-guerra-de-dix/

martes, 6 de mayo de 2014

“Por sus emociones, el cómic es adecuado para el buen periodismo”

La caída de Mubarak en viñetas según el 'Cairo blues' de Pino Creanza.

A doble página en splash. El caos urbano de El Cairo en todo su esplendor. Un río automovilístico de muchos meandros y el paisaje de la metrópoli salpicado de logotipos del Hilton, DHL o Zabado. Sobre una miniatura de un taxi, dos bocadillos: "Ana min Italiya"; "Ah, Italiya! Pizza, maffia, Birlusconi". El que iba en el taxi, italiano evidentemente, era Pino Creanza (Altamura, 1958), ingeniero y autor de tebeos que ha saltado a la novela gráfica con Cairo blues (Oriente y Mediterraneo, 2014), un cómic entre el reportaje y la poesía en viñetas que describe cuál es el presente de Egipto y cómo se ha llegado a él. Que el formato sea el tebeo nace de la convicción de este autor en el potencial de este medio: "Pienso que el cómic es adecuado para hacer buen periodismo por la implicación emocional que consigue con el lector".

Creanza es sin embargo modesto al valorar lo que ha conseguido en Cairo blues. Para él, el verdadero periodismo en viñetas tiene un héroe claro: Joe Sacco. "Él vive todas las experiencias que cuenta, como un corresponsal. Yo no he vivido todo lo que cuento. Me he documentado". Pero ha sido una documentación muy exhaustiva para plantear una estructura ambiciosa que mezcla todos los géneros periodísticos: desde el reportaje clásico con pinceladas subjetivas hasta las numerosas entrevistas que salpican el conjunto. A veces, estas no han sido realizadas por Creanza, como en su recreación en 16 viñetas de los 4 minutos 36 segundos con los que la activista Asmaa Mahfuz supo levantar a su país el 18 de enero de 2011. "¡Yo saldré a la calle el 25 de enero y gritaré 'No' a la corrupción, 'No' a este régimen!", reza el texto de su último bocadillo en el cómic.

El reportero en viñetas se enfrenta a desafíos semejantes al tradicional. Está el conseguir y verificar las fuentes, recopilar el material de investigación y también uno de los quid de la cuestión periodística, sufrir el calvario de la síntesis: "Es un enorme esfuerzo. Resumir en cuatro páginas un episodio de una situación tan rica y compleja". Creanza, consciente de que él no es "un narrador profesional", prefirió abordar el conjunto de la situación con múltiples focos, como si de un cuadernillo especial de revista se tratara, en el que caben temas más amplios, el seguimiento de cómo se gestó la revolución política y la brutal represión contra ella, a más curiosos, como el himen de plástico, el remedio para fingir la virginidad prematrimonial que se exige a la mujer y que levantó una gran polvareda política y religiosa. Eso sí, Creanza no deja nunca de romper una lanza por esta vía alternativa para el reportero: "Un artículo es probable que, si lo lees entero, solo lo leas una vez. Mientras que en un cómic vuelves a las imágenes, descubres nuevos detalles que te invitan a repasar otra vez la historia".

Cairo blues —así se titula tanto por una canción homónima del grupo Radiodervish como por el hecho de que el blues hunde sus raíces en África y es, como El Cairo, "triste y vital a un tiempo"— trata de contar hasta con su estilo, en el que otra vez aparece la humildad (y el sentido de la práctica) de Creanza. Sin carrera de Bellas Artes o experiencia profesional en el tebeo, el creador italiano se inventó su propia técnica: coger una fotografía, pasarla a un programa de retoque digital tipo Photoshop y comenzar a dibujar (digitalmente) sobre ella. "Es algo que le digo siempre a los jóvenes que no se animan porque no saben dibujar. No hace falta ser un artista, solo querer contar una historia".
La viñeta de Moebius que fascinó a Pino Creanza, autor de 'Cairo Blues'.

El usar fotografías le permite al historietista escarbar en otra de sus obsesiones: el detallismo. "Amo el detalle. Sobre todo la arquitectura urbana de los paisajes.Trabajar sobre fotografía me lo da todo para que luego pueda decidir qué dejo fuera y qué dentro". Y así por las páginas de Cairo Blues se suceden espectaculares splash (cuando una viñeta ocupa la totalidad o gran parte del espacio de dibujo) en el que se puede sentir El Cairo en toda su extensión o en la más ínfima de sus porciones. Creanza, eso sí, reconoce que le debe mucho a un "padre" creativo. Ese genial doble artista que fue Jean Giraud Moebius. "Hay una viñeta de él que me obsesiona. Te muestra algo muy simple: una figura a caballo y un escenario urbano. Pero dibujado con una extrema minuciosidad. Y es eso precisamente lo que invita a demorarse, a reflexionar, a explicar una situación a partir solo de la imagen".

Pero Creanza no se olvida de que el cómic es un medio expresivo, abstracto, pictórico. El color, un sepia a medio camino entre el tono de las arenas del desierto y el gris del cemento urbano, se convierte a su aliado para transmitir no solo la realidad palpable del Cairo, sino también su espíritu: "El Cairo son contrastes: cálido pero polvoriento; vivaz pero inmemorial... Aunque muchos edificios son nuevos, su mantenimiento no es gran cosa. Los ángulos se inclinan, las fachadas se degradan y todo adquiere este tono entre el sepia y el gris".
La esencia del cómic es la poesía".
Pino Creanza autor de 'Cairo Blues'.
Lo curioso en un autor tan volcado en reflejar el aquí y ahora en su trabajo es cómo define el cómic, llegando a afirmar que su esencia es "la poesía". Aunque de su obra no se atreve a tacharla de lírica: "No, tanto como que estoy haciendo poesía, no. Pero sí que me alejo en mi relato de la crónica pura e intento insuflar a mis textos algo de mi subjetividad, de mis emociones, sobre todo ante mi fascinación por El Cairo arquitectónico... A fin de cuentas la poesía es transmitir el sentimiento de una vivencia". Página 27 de Cairo blues: De fondo, la silueta de un barco con su vela al tercio y su pareja de tripulantes. Sobre ella, un poema. Título: El sol de sobretarde. Primeros versos: "El sol postrero de la tarde/ Dora las hojas de las palmeras, oh Nilo./ Y deja un reflejo de belleza soñada en tu piel".

F:http://cultura.elpais.com/cultura/2014/04/15/actualidad/1397571613_599011.html

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